El Espíritu Santo, Amor que lleva al Amor
El amor que el Espíritu Santo infunde en los corazones —amor para el que hemos sido creados y en el que hallamos la felicidad— mantiene un querer verdadero; no un sentimiento vago, superficial, pasajero, no acompañado por las obras, sino un afecto generoso que impulsa a la entrega. Ésa es la esencia del vivir cristiano. Dios, que se ha entregado por nosotros, desea que nos entreguemos a Él. Dios dirige a cada uno las palabras que San Pablo escribió a los fieles de Corinto: "No busco vuestros bienes, sino a vosotros". San Josemaría expresaba así esta misma idea: "Jesús no se satisface «compartiendo»: lo quiere todo". El panorama, de entrada, puede asustarnos; pero si tenemos presente que el mismo Dios que reclama nuestra entrega la hace posible con sus dones, con el don de Sí mismo, nos daremos cuenta de que convertir nuestra vida en una ofrenda grata al Señor está realmente a nuestro alcance.
La persona que procura secundar las mociones del Espíritu Santo experimenta la eficacia de su ayuda. Lo que parecía imposible se alcanza, y lo que parecía duro se convierte en un punto de partida para una respuesta generosa. Un himno litúrgico invoca al Paráclito como "dulce huésped del alma, descanso en nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos". Sí: el Espíritu divino nos consuela en el sufrimiento, nos saca del peligro, nos anima en la congoja y fortalece en la prueba. Con su asistencia, las dificultades dejan de acogotar como peso que aplasta, para convertirse en ocasión de entrega; más aún, en encuentro con Jesús. Y así, lo que costaba se transfigura en la Cruz de Cristo y el esfuerzo se llena de sentido.
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"Que sus conversaciones sean siempre agradables y oportunas, a fin de que sepan responder a cada uno como es debido". Colosenses 4:6